EVOCACIÓN DEL INVIERNO RUSO
Edgardo Malaspina
1
Los cambios climáticos se sienten en todas partes, y en los últimos
tiempos los inviernos moscovitas se suceden con poca nieve. Los rusos
manifiestan preocupación porque la nieve no sólo es parte
meteorológica del paisaje sino también componente esencial del alma
rusa. Las más hermosas páginas de la literatura rusa hablan de
nevadas, tormentas y ventiscas gélidas que arrastran copos de
nieve.
2
La primera nevada nos sorprendió cuando nos dirigíamos a clases en
la preparatoria. Los latinos alborozados saltábamos de alegria y
extendíamos las manos para palpar y sentir la nieve. La profesora de
ruso nos explicó que cada partícula de nieve es en realidad una
estrella, un cristal hexagonal, lo que pudimos comprobar luego con
gran asombro.
3
En mi memoria quedó grabado que la primera gran nevada de Moscú
caía el siete de noviembre para la celebración de la Gran
Revolución de Octubre. Pero es algo muy subjetivo.
4
Con el inicio del invierno debíamos buscar papel y pega para cerrar
las rendijas de las ventanas y así evitar que el viento frío se
colara en los cuartos. Lo único que quedaba libre de papel y
pegamento era la "fortochka" para ventilar de vez en cuando
y usarla como nevera al colgar en una bolsa hacia la calle los
alimentos y las cervezas. Estas últimas podían congelarse si las
dejábamos mucho tiempo.
5
Más de una vez nos resbalamos y nos dimos fuertes golpes. Para
evitar esos accidentes en las mañanas aparecian brigadas esparciendo
arena por los caminos, al mismo tiempo que quitaban la nieve y la
colocaban hacia los lados, formando cúmulos a veces muy altos.
Recuerdo también a hombres montados sobre los techos de los
edificios para quitar los "sosulki" (carámbanos) o pedazos
de hielos colgantes, cuyo desprendimiento podía provocar daño sobre
las testas de los transeúntes desprevenidos.
6
En diciembre, sobre todo en plena celebración del año nuevo, era
costumbre salir a la calle y revolcarse en la nieve. Claro está: con
unas cuantas copas de vodka en el pecho.
7
Una vez salí a la calle, luego de bañarme, con el cabello mojado.
Al llegar al salón de clases la profesora me regañó al notar que
tenía hielo en la cabeza. Puede ser muy peligroso, me dijo.
8
En los primeros años como parte de la clase de deportes nos
enseñaron a esquiar. A duras penas aprendimos a mantenernos en pie y
a deslizarnos placenteramente , sobre todo en las bajadas, pero nunca
nos sentimos preparados como para participar en una competencia. El
sentido del ridículo siempre fue superior a cualquier ahnelo del
ego.
9
Una vez llegue tarde a una clase de otorrinolaringología. Allí el
jefe de la cátedra y los profesores eran muy estrictos. Me cerraron
la puerta en las narices y no me dejaron entrar. Argumenté que por
la nevada me retrasé; me respondieron que ya era hora de
acostumbrarse a la nieve, y pasaron la llave para no alargar la
conversación. Aprendí la lección,no la de la materia de ese día,
sino la de la vida.
10
Al llegar al hospital nuestros profesores nos enseñaron que la
pleuresía produce un sonido, detectable con el fonendoscopio,
semejante al que provoca el roce de los zapatos con la nieve. Ese
crujido lo recuerdo perfectamente y fue de gran ayuda al inicio de mi
práctica médica en sitios donde la radiografía no había llegado
todavía.
11
En una ocasión nos correspondió ver una materia en un hospital
lejano, y casi siempre el autobus era conducido por un chofer anciano
que no soltaba el micrófono para hacer comentarios de todo tipo. Una
vez estaba cayendo una fuerte nevada; el viejito golpeó el aparato
con sus dedos y dijo: !Oh! !Qué buen tiempo hace, como para estar en
la casa, tomar té con limón y ver la nieve por la ventana!
12
Nos despertaba el himno nacional soviético. Acostumbraba, al
levantarme, dirigirme a la ventana para contemplar los arabescos que
la helada nocturna teje sobre los vidrios. Esos dibujos misteriosos
me proporcionaban sosiego; y pensaba que la nevada de la noche
plasma sus trazos en medio de la soledad y el silencio para mostrar
la perfecta armonía de la naturaleza.
13
Afuera los gorriones picoteaban la nieve fresca como mirándose sobre
su faz límpida. Allá, las cornejas, esos pajarracos negros y
sombríos, se disputaban un desperdicio. Los pasos de los
transeúntes apurados se alternaban con el crujir de las palas de las
mujeres que limpiaban las veredas. Más allá, el bosque de abedules
inmóviles, bajo una ráfaga menuda de nieve, configuraba un paisaje
desolador.