EN LA CÁTEDRA DE FISIOPATOLOGIA DE UDN

EN LA CÁTEDRA DE FISIOPATOLOGIA DE UDN
CON VIÍCTOR FROLOV, DECANO DE LA FACULTAD DE MEDICINA

sábado, 7 de diciembre de 2019

EL MISTERIO DE LA SONDA URINARIA






RECUERDOS DE LOS HOSPITALES DE MOSCÚ
(El misterio de la sonda urinaria)

Edgardo Malaspina

1
Mi paciente era un uzbeko de más de setenta años, alto y delgado. Usaba una gorra típica de su nación: la tubeteika o duppi y cubría su rostro con una barba rala. Sobre su mesita tenía un Corán, el cual leía de vez en cuando en páginas previamente marcadas. Ingresó al servicio por presentar problemas urinarios, y se sospechaba que estaban relacionados con la próstata.
2
La precisión diagnóstica arrojó un cáncer avanzado. Nuestro uzbeko, ajeno a lo estaba pasando dentro de su organismo, seguía su vida tranquilamente quejándose de algunas molestias menores; y sus enseres y alimentos eran de calidad superior a la media. Se daba el lujo de no comer la dieta asignada y repartida por el comedor hospitalario: su menú se lo traían de afuera, y esto era signo de su elevado estatus económico.
3
Una mañana el paciente dijo que no podía orinar a pesar de tener ganas; además sentía dolor abdominal. Se trataba de una retención urinaria. Hice el reporte a mis superiores, quienes me aconsejaron lo obvio: colocar una sonda en la vejiga.
4
Rápidamente repasé en un manual la técnica para colocar la sonda. Tomé guantes, yodo, lubricante, una inyectadora y, por supuesto, la sonda. Me acompañaba una enfermera joven, enormemente obesa y alta, con cara roja y hablar golpeado como si estuviera enojada todo el tiempo; sin embargo, en el fondo era una persona bondadosa. Llegamos  hasta el uzbeko. Le expliqué el procedimiento que le aplicaría para aliviar sus padecimientos. Se quedó mirándome fijamente sin pronunciar palabra; y como el que calla, otorga, me puse en acción. Apenas me acerqué para bajar sus interiores, recibí un fuerte golpe en mi mano derecha, acompañado de un grito:
-¡Jamás lo permitiré!
Como su voz fue tajante y su rostro reflejaba ira, me sentí amenazado e intimidado. Le sugerí a la enfermera retirarnos. Comuniqué a mi docente sobre el incidente, e hice la acotación correspondiente en la historia clínica, mientras pensaba si el comportamiento del uzbeko se relacionaba con su religión.
5
Una noche estaba de guardia, precisamente con Olia, la enfermera enorme. En la madrugada me informaron que el uzbeko estaba muy mal. Cuando entramos a la sala ya había muerto. Lo que corresponde en ese caso es hacer una nota en la historia clínica y  llevar el  cadáver hasta la morgue para que los patólogos hagan su trabajo en la mañana. Para llegar hasta la morgue hay que bajar hasta el sótano y atravesar un largo pasillo que, aunque muy iluminado, con su soledad y silencio absoluto, infunde respeto por no decir miedo en el día, más aún en la noche y  llevando un cadáver. El  traslado lo hicimos Olia y yo.
6
Ya estamos en la morgue. Sólo debemos hacer dos cosas: desvestir al cadáver y colocarlo en el cuarto-refrigerador. Cuando quedó completamente desnudo nos sorprendimos al advertir una bolsa atada con un cordón alrededor del pene. La bolsa contenía billetes de banco de alta denominación. En resumen: era mucho, muchísimo dinero en aquel entonces.
-¿Qué hacemos?
-Le entregaré la bolsa al jefe del departamento, dijo Olia.
-Está bien, le contesté.
7
Al amanecer le pregunté al jefe del departamento por la bolsa. Me dijo que la entregó a los familiares del uzbeko. No tuve razones para dudar de su palabra; pero tampoco, para lo contrario.